miércoles, abril 20, 2011

Este es el diario de Niña Jonás (16)

Hoy me levanté temprano, y es que la vecina de arriba decidió también levantarse temprano y derribar su casa para construirse una nueva, o al menos eso es lo que parecía a juzgar por los golpes que me despertaron de un sueño que no acabo de recordar con definición. Sólo recuerdo que hacía un viaje a un país lejano y supongo que exótico deslizándome por una barandilla de madera. Creo que venían dos o tres amigos conmigo, pero tampoco recuerdo sus caras, solo sé que uno de ellos se llamaba Phoenix, y lo supe porque en algún momento del sueño vi que le enseñaba su pasaporte a un agente de aduanas encargado de la vigilancia entre barandillas fronterizas.
El caso es que no me quedó otra que levantarme, ya que los tapones para los oídos siempre me han parecido un invento en fase precaria de desarrollo y no sé taparme la cara con la almohada sin asfixiarme.
Decidí no ducharme todavía, aunque es lo primero que hago todas las mañanas, por si en algún momento paraban los golpes y podía meterme de nuevo en la cama.
Bostecé hasta la cocina, abrí el grifo y me llené un vaso de agua, pero al tercer sorbo noté que tenía un sabor extraño y olía como a metano. Bueno, en realidad no sé a qué huele el metano, de hecho es posible que ni siquiera huela a nada, pero si el metano tuviera que oler a algo seguro que olería como el agua que sale de mi grifo desde esta mañana.
Cogí un tetrabrick de zumo de manzana y me tomé dos vasos; también tenía unas nueces de macadamia y unos restos de huevas secas de mújol que me trajo mi amiga Helena de su viaje a la Toscana, y aunque son las mismas que venden en el Opencor yo se lo agradecí un montón. Lo malo es que este desayuno me provocó una sed terrible y no me quedaban más bricks de zumo de manzana. Intenté probar de nuevo con el agua pero seguía sabiendo a rayos, la leche de soja con las huevas de mújol se me antojó una combinación repugnante y no me quedaban más líquidos que rescatar de la nevera al descartar como posibilidad el aliño de las aceitunas; pensé incluso chupar cubitos de hielo aunque resultara patético, pero luego recordé que ayer por la noche utilicé los tres últimos para tomarme un Frangelico mientras disfrutaba del último capítulo de la tercera temporada de Dexter. Encima los golpes de la vecina amenazaban con echar abajo el techo, así que decidí salir a la calle para solucionar el tema.
Lo primero que hice fue pasarme por el Eroski y comprar una botella de litro y medio de agua mineral, y lo segundo ir al centro comercial para adquirir una jarra de esas mágicas que filtran el agua para quitarles el cloro, el plomo, la cal y demás impurezas. Es como tener tu propio manantial de agua pura en casa, o al menos eso es lo que ponía en la página web que había consultado hacía un rato mientras las huevas del desayuno deshidrataban mi organismo.
Había un pasillo entero dedicado a este tipo de jarras, de lo cual no me había percatado nunca. Esto me hizo sospechar que algún listo tendría que ver con la degeneración de la calidad del agua de las urbanizaciones colindantes con el Carrefour, pero a lo mejor soy demasiado propensa a las teorías conspiratorias y simplemente nunca había surgido la ocasión de pasar por la sección “jarras filtradoras”.
Las había de diferentes precios, colores y tamaños y mi primer impulso fue llevarme la más barata, que era de color blanco y costaba 16,95 euros, pero al cogerla del estante vi que detrás había una azul muy bonita, pero era de un modelo diferente y costaba 21,55 euros. No me quería gastar tanto, pero luego pensé que en realidad la diferencia entre una y otra es más o menos lo que me cuestan un par de cervezas en el Manhattan, o tres si me las tomo en el Mirador, o sea, que tampoco es para tanto; y ya me estaba autoconvenciendo para llevarme la azul cuando pensé que ya que me iba a gastar algo más de dinero no me costaba nada echar un vistazo al resto de jarras por si encontraba una que me gustara más.
Algunas venían con cajas de distintos tamaños adosadas a la caja principal, y en su interior contenían diversos regalos que consistían en cartuchos de reserva, coladores u otros utensilios de cocina, libros de recetas o números de lotería.
Nunca hubiera imaginado que sería tan complicado comprar una jarra de plástico.
Estuve durante un tiempo aproximado de veintidós minutos leyendo la información de las cajas e intentando encontrar algo que me ayudara a decidirme, pero en todas ponía lo mismo sobre minerales, oligoelementos y sobre su diseño joven y moderno, así que comencé a sacar las jarras de sus envoltorios para compararlas, porque no se puede uno fiar nunca de la foto de la caja; menos mal que lo hice porque estuve a punto de decidirme por la verde césped, pero al sacarla era más bien verde musgo y me pareció un poco tristona, en cambio la azul índigo y la rosa chicle eran más resultonas al natural que en la foto.
Me di cuenta de que estaba perdiendo mucho tiempo en sacar una jarra, mirarla bien, volver a meterla en la caja, sacar otra y volverla a meter y fiarme de mi recuerdo de las anteriores para comparar... así era imposible, necesitaba tener una al lado de la otra para estar segura de acertar, así que decidí hacerme un hueco vaciando parcialmente la estantería de exprimidores manuales de limones y recolocándolos en la de boles de acero inoxidable.
Detuve la operación cuando calculé que en el estante me cabrían unos siete u ocho modelos diferentes de jarras.
Coloqué la verde musgo junto a la azul celeste, la índigo entre la rosa chicle y la naranja clemenule, a la derecha de estas, la blanca, aunque casi la había desechado por ser la más sosa pero no hay que olvidar que era también la más barata y venía con un libro de recetas de ensaladas; había una gris marengo que no me entusiasmaba en absoluto pero traía de regalo una toalla de playa, que siempre viene bien tener varias de repuesto para cuando vienen mis amigos a la piscina de mi urbanización, que es la mejor de toda la sierra porque tiene muchos árboles y césped, no como la de Fernando, en la que el suelo es de cemento y a partir de las cuatro de la tarde hay que estar moviendo todo el rato las toallas porque enseguida da la sombra y al cabo de un rato acaba todo el mundo apelotonado en unos pocos metros cuadrados y al final tienes que estar sentado o incluso de pie, y así no se disfruta.
Estaba sacando de su caja una verde aqua preciosa que en un principio había descartado porque su precio ascendía ya a 25,75 euros (claro que traía un indicador de cambio de filtro más sofisticado y recambios suficientes para obtener hasta 600 litros de agua filtrada) cuando escuché una voz detrás de mí que me preguntaba si necesitaba asesoramiento, aunque a juzgar por el tono parecía que más que asesorarme su intención era darme un par de hostias.
Le comenté al Sr. Alberto (supe que se llamaba así por su placa de identificación) que me estaba costando un poco decidirme y me contestó que ya lo había intuido y me preguntó de nuevo si me podía ayudar. Yo iba a contestarle que no, porque dudo mucho que el Sr. Alberto pueda saber mejor que yo qué colores del espectro combinan mejor con mi cocina, pero por no ser descortés le pregunté cuál de las jarras era más efectiva y él me dijo que todas filtraban igual. Entonces le pregunté si era posible llevarme la verde aqua pero cambiando dos de los cuatro cartuchos de regalo por la toalla de Bob Esponja y me dijo que no, era super borde el Sr. Alberto, y además no le pegaba nada llamarse Sr. Alberto porque no debía de tener más de veintitrés años y se veía que acababa de quitarse las rastas. Yo ya no sabía qué preguntarle, lo único que quería es que me dejara a solas para tomar mis decisiones, pero él no parecía querer darme tregua, todo lo contrario, creo que intentaba intimidarme atravesándome con sus ojos, que se veían cada vez más cabreados e impacientes, aunque eran de un color miel muy bonito, todo hay que decirlo, y por suerte nos interrumpió un señor muy sonriente y muy bajito que tenía dudas sobre los precios de los boles de acero, que creía que estaban mal puestos porque el mediano era más caro que el grande, aunque no sabía si era porque tenía los bordes redondeados; así que yo aproveché para volver a mi arco iris de jarras para intentar decidirme rápidamente, no sin antes colocar al lado de la gris una jarra color lila que acababa de descubrir; al principio pensé colocarla con su caja y todo, para no mosquear de más al Sr. Alberto, pero me di cuenta de que iba a estar un buen rato entretenido con el señor de los boles, que era tan pesado como bajito y quería averiguar si el exprimidor de limones que había dentro de los boles venía de regalo.
Yo empezaba a sentir un dolor intenso en la sien derecha y el corazón cada vez más acelerado porque veía que el tiempo se me acababa, que el señor bajito le estaba dando las gracias y despidiéndose del Sr. Alberto y yo estaba cada vez mas indecisa porque lo eché tres veces a suertes y las tres me salió la azul celeste y yo no quería un colador, que ya tengo dos en casa y además no bebo leche.
Sabía que había llegado el momento cuando pude percibir los bonitos ojos color miel clavándose en mi nuca; entonces alargué el brazo hasta la caja que contenía una jarra color índigo, me di la vuelta y le dije: “me llevo esta”, y me fui.
De camino a la caja comencé a arrepentirme, porque el color era bonito, de eso no hay duda, pero las recetas de Arguiñano las puedo conseguir fácilmente por internet, y entonces me agarraron del brazo y estaba tan obnubilada que tardé un par de segundos en reconocer a mi amigo Fernando. “Coño, pareces un fantasma”, me dijo. “¿Qué es, una jarra Brita?, no te la compres, tía, que yo te regalo la mía, que ya no la uso” “Guay”, le dije, “¿de qué color es?”. “Blanca”, “¡Ah!, qué chula”.
Intenté devolver la jarra a la estantería, pero el Sr. Alberto seguía allí, metiendo las jarras en sus bolsas de plástico semi-transparente antes de introducirlas en sus cajas correspondientes, maldiciendo y bufando (creo sinceramente que debería buscarse otro trabajo) así que decidí dejar la caja en el suelo, al final del pasillo, no fuera a ser que me viera y me mordiera una oreja o algo.
Fui a buscar la jarra a casa de Fernando y de camino me contó que había instalado un sistema de ósmosis inversa para depurar el agua, que era bastante más efectivo que las jarras porque elimina más metales y mucho más cómodo porque puedes beber directamente del grifo. Desde luego, Fernando tendrá una piscina de mierda, pero de agua sabe un montón y además es super-majo, lástima que esté tan encoñado con su novia.
Llegué a mi casa muerta de sed y deseando probar la jarra, pero habían cortado el agua; por lo visto había habido no sé qué avería y por eso el agua sabía tan mal, pero por la tarde ya estaría arreglado. Pensé en ir a tomarme unas cervezas al Pulgarcito, que es aún más barato que el Mirador, pero estaba tan cansada que casi sin darme cuenta me quedé dormida en el sofá del salón, hasta que volvieron a sonar los golpes y esta vez sí que el techo se vino abajo, pero en vez de cascotes me cayó encima un torrente de agua, como en Flashdance, de hecho estuve a punto de ponerme a bailar contorsionándome por todo el salón, pero me contuve porque mi salón es muy pequeño y habría acabado rompiendo las figuritas de Sargadelos o dándome un golpe en la espinilla con la mesita baja; además, en vez de What a Feeling sonaba La puerta de Alcalá y eso no resultaba muy inspirador. Entonces pensé en denunciar a mi vecina hasta que vi que el que me arrojaba agua desde el piso de arriba era Fernando con una manguera antidisturbios, y después se deslizó por una barra como las de los parques de bomberos que apareció como por arte de magia en mitad de mi salón y me ofreció unos canapés de roquefort y anchoas que llevaba en una bandeja de aluminio, pero yo decliné la invitación porque comer cosas saladas me hace soñar cosas muy raras.

martes, abril 12, 2011

Este es el diario de Niña Jonás (15)

Hoy ha sonado el despertador a las 10 en punto, pero fui totalmente incapaz de levantarme. Sentía como si alguien hubiera cavado un agujero en mi colchón de látex, me hubieran arrojado dentro envuelta en una gruesa capa de espuma de poliuretano y hubieran tapado el agujero con doscientos kilos de plumas de oca.
A las 11 y 35 llegué a la conclusión de que tenía una gripe de caballo.
Llegué tambaleándome al cuarto de baño, y después de mear me arrepentí terriblemente de haberme mirado al espejo.
Sonó el teléfono, lo cogí y era mi amigo Rafa, que me llamaba por lo de la excursión a la silla de Felipe II, que a qué hora me pasaba a recoger y que teníamos muchísima suerte de que el día hubiera amanecido tan radiante. Yo le dije, mientras me metía en la cama tiritando, que ya me gustaría haber tenido la suerte de amanecer tan radiante como el día, pero que lo de la excursión tendría que esperar.
A los 20 minutos tenía a Rafa a los pies de mi cama, y eso que vive en Rivas, y preguntándome si quería una infusión de boldo o un bocata de tortilla de los que había preparado para la excursión. Pensé que meterme entre pecho y espalda un bocadillo de tortilla para microondas no era el mejor de los planes, así que le pedí que me preparara por favor una infusión de manzanilla, por tomar algo calentito.
Me miró durante unos segundos con cara de lástima y tiró para la cocina.
Cogí la Muy Interesante que Rafa me había comprado en la gasolinera y le eché un vistazo, esforzándome por enfocar las letras. Miré por encima el artículo de “Okupas virtuales” y otro titulado “Versus vs versus” y finalmente me detuve en “Cómo explotar tu inteligencia sexual”, por inercia nada más, ya que no andaba yo para muchas fiestas.
En el artículo explicaban que habían descubierto una proteína en cierto tipo de primate, que aislada y modificada en laboratorio y vuelta a inyectar en el mismo primate, le proporcionaba una conducta sexual similar a la humana. Pero no llegué a enterarme bien en qué era similar: si el mono se lo montaba con publicaciones porno, o si fumaba después del acto, porque se oyó un estruendo brutal en la cocina que me dejó escamada.
Como llamé varias veces a Rafa y no obtuve respuesta, hice un esfuerzo sobrehumano y tras calzarme las zapatillas me dirigí arrastrando los pies hasta la cocina. La tetera estaba en el suelo, al lado de una taza rota y un charco de manzanilla con anís; había azúcar desparramado por toda la encimera y el paquete de galletas de jengibre del Ikea se encontraba abierto. Tomé la decisión de buscar a Rafa, no sin antes cerrar el paquete de galletas, ya que no soporto que se queden revenidas.
La operación no me llevó mucho tiempo, ya que mi casa consta de amplio salón-comedor, un cuarto de baño con mampara transparente, con lo cual ni siquiera tuve que descorrer la cortina para comprobar si por algún extraño motivo Rafa había decidido meterse en mi bañera, dos coquetas habitaciones sin recovecos y una pequeña terraza que se ve perfectamente desde el salón. La cocina ya estaba registrada, en el armario ropero no podía haberse metido porque los dos últimos jerséis que me compré tuve que meterlos a presión y tampoco tuve que molestarme en mirar debajo de la cama, ya que es tipo canapé y Rafa mide más de cinco centímetros de grosor. Así que después de minuto y medio de búsqueda infructuosa llegué a dos conclusiones: que Rafa se había esfumado misteriosamente y que mi casa resulta de lo más aburrida para jugar al escondite.
Había demasiados enigmas por resolver, amén de la necesidad de arreglar el estropicio de la cocina, pero yo tenía cerca de cuarenta de fiebre, así que reservé la poca fuerza que me quedaba para prepararme otra manzanilla y me metí en la cama con el móvil y el paquete de galletas y llamé a Rafa.
No contestaba nadie, pero aguzando el oído me pareció escuchar el politono “con solo una sonrisa” de Melendi al otro lado de la ventana. Levanté la persiana de láminas de mi habitación y allí estaba Rafa, trepado a un árbol y desnudo de cintura para abajo. Este hecho me sorprendió bastante porque yo no recordaba que hubiera un árbol tan cerca de mi ventana.
Rafa tardó mucho en cogerme el teléfono, supongo que le resultaba dificultoso sacarse el móvil del bolsillo interior de su cazadora de cuero sin caerse del árbol; de hecho no consiguió atenderme hasta que Melendi no repitió por tercera vez aquello de “mi cabeza volvió locaaaa ayyy ay volvió locaaaa”, y antes de que yo pudiera decir nada me pidió que por favor le arrojara un par de plátanos por la ventana, ya que le había entrado hambre con tanto trajín.
Y de esta guisa se pasó el día: yo, ora sudando, ora tiritando, y Rafa comiendo plátanos y cacahuetes con cáscara encaramdo a la rama más alta del árbol recién descubierto al otro lado de mi ventana; diría que resultó hasta evocador observar la puesta de sol con la silueta de Rafa saltando de rama en rama. Aunque más tarde pensé, mientras me acababa el artículo de la revista, que voy a sugerirle que si no quiere dejar el bodybuilding, al menos se controle con los frascos de proteínas.